martes, 26 de enero de 2010

Cazavampiros

Hay que ver que jodido es ir a currar sin dormir y con más medio morao que resaca cuando uno tiene 32 años. ¡Y es que uno ya no tiene la vitalidad de los 20! Y el hígado tampoco, dita sea. Pero lo de ayer creo que valió la pena, al menos para mi ombliguismo peterpanero. Es cierto que esta mañana no pensaba lo mismo, al entrar en la redacción apestando a bourbon y anís, sin afeitar, sin peinar, casi sin saber vestir y con un mareo que ríete tú de leer bocabajo en medio de una tormenta perfecta en alta mar; pero ahora, tras comer un bocadillo de tortilla para después echar los huevos por la boca, la vida parece adoptar otro color; eso, o que ya consigo ubicar cada uno dentro de su superficie.
Pero ¿qué sucedió ayer?
Antecedentes: Existe un bar en mi población natal donde me tienen vetada la entrada desde hace tiempo por ser el compañero de fatigas de un broncas cabrón. Este broncas cabrón es mi amigo, casi un hermano, y tiene nombre. Pero eso no lo exime de ser un broncas cabrón. Es lo que tienen los amigos, que aparte de ello pueden ser más cosas. Me disperso, me disperso. Ese lugar se llama Motor Rock Café. Es curioso porque el único motor que uno encuentra allí es el de los vehículos que se hallan aparcados en la calle; si a Bisbal, El Barrio o Los Amorosos Hijos del Reggaeton Sabrosón se les considera rock, es que mi concepto de la música merece una revisión; ¡ah! y tampoco tiene cafetera. Pero bueno, a parte de estos detalles nimios, el nombre del local identifica claramente lo que uno podrá encontrar en su interior.
Hechos: Caminaba yo hacia la estación del tren acompañado del broncas cabrón, cuando pasamos cerca de una obra; allá que se acerca mi amigo y, como sacadas de la chistera, reaparece con un par de picas de madera en forma de estacas: “¡Mira! Como en las películas de la Hammer”. Yo que asiento con la cabeza y suspiro por dentro, y él que habla de nuevo para pronunciar las palabras mágicas: “Tengo una idea”. Como explicar el temblor de piernas que experimenté en aquel momento. Sé que podría haberle dicho que tirara las picas, que se dejara de tonterías o que no me hablara a un palmo de la cara, pero como nunca he sido mucho de discutir el ingenio de nadie, le seguí en la nueva dirección que habían tomado sus pasos. No hay que ser un diario muy listo para averiguar que la siguiente escena transcurre en la puerta del Motor Rock Café. Cuando giramos la esquina el portero nos vio, o nos olió, yo tengo mis dudas. Como si de un spaghetti-western se tratara, las miradas de broncas cabrón y portero se encuentran, se desafían, se mantienen el pulso, hasta que mi amigo grita: “¡Vampiro! ¡Voy a matar al vampiro!”, antes de lanzarse en carrera a su encuentro. Un enano de 1,52 con dos estacas en carrera suicida contra un armario de 1,85 de altura y distancia similar entre hombros. Mientras eso sucedía, yo que me apalanco sobre el maletero de un coche (de los que todavía tienen) y me enciendo uno de los cigarrillos de broncas cabrón que no sé como ha ido a parar a mis manos, así como su encendedor zippo de Bettie Page. Mis dudas en aquel momento eran ostia en la cara y al suelo, patada en el estómago y al suelo o cabeza contra pared, y luego al suelo. Sé que no es de grandes amigos dar un duro por ellos pero, créeme diario, broncas cabrón no tiene mucha experiencia con estacas, ni tampoco con gordos enormes acostumbrados a vapulear mierdas como nosotros. Por suerte, el destino se alió con él, provocando que en la frenética carrera sus pies trastabillearan y se fuera de bruces contra el suelo. ¿No te lo acabo de escribir? ¡Zas! y al suelo. Mientras dudaba entre si reír o lanzarme a su auxilio, oigo como alguien lanza una pregunta, unos pasos tras de mí: “Oye, ¿ese no es tu primo?”, a la que otra voz responde: “Y el de las estacas que se acaba de meter una ostia, su colega”.
Sí, era mi primo y un amigo suyo. Por suerte, mi primo y su amigo conocen al gordo de la puerta del Motor Rock Café. Por suerte, ese mismo gordo estaba convencido de que mi amigo era un pobre retrasado por el que no merecía la pena sudar la camiseta. Por suerte, broncas cabrón se partió medio diente y se le quitaron las ganas de jugar a Van Helsing. Por suerte, a todos nos terminó por hacer gracia la situación y, mi amigo y yo, fuimos invitados a pasar al bar hasta entonces vetado. Por suerte, anoche no había más clientes y nos permitieron escuchar Los Secretos, Gabinete Caligari y Más Birras como un gesto de condescendencia ante tan extraordinaria escoria social. Por suerte, mi primo llevaba dinero y eso eliminó cualquier posibilidad de que también nos pudieran romper la boca al salir.
Y es que hay días, pero sobretodo noches, que hacen que la vida valga la pena.

1 comentario:

  1. En resumen, que te soplaste una botella entera mientras veías un episodio repetido de Buffy. Claro, luego sueñas cosas raras.

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